Odio los premios de consolación. De siempre; desde pequeño.
Cuando uno juega a algo quiere ganar. Hay quien compra sin más
inconveniente la dinámica de la participación, pero nunca fue
conmigo. Me enfadaba con el premio de consolación. Me resultaba, y me resulta, de una condescendencia insultante. Prefiero quedarme sin nada.
Estoy sentado en mitad de una estampa bien bucólica y hogareña,bastante disfrutable para quien esté de humor para ello; para quien pueda hacer de este espacio escénico un locus amoenus romántico, pero ese, ahora, no soy yo. La chimenea encendida, el crepúsculo adivinándose al otro lado de la puerta, a través del porche, las luces apagadas y un par de luces puntuales bien repartidas por el enorme salón-comedor-cocina de mi casa.
Precioso el cuadro. Precioso el bajón.
Podría, como hasta hace nada, disfrutar de estos momentos, y de seguro lo volveré a hacer. Pero ahora no me lo permite mi mapa
emocional, atestado de furiosos vientos, monstruos marinos,
fantasmas y olas rugientes. Podría haber puesto música, pero
enseguida me lo he desaconsejado, porque todo el mundo sabe que, en estas situaciones, en estos estados sentimentales, todas las
canciones son tú. Y ahora no me apetece ser una canción. No quiero ser esas canciones, así que mejor no las oigo, me quedo a solas con mis pensamientos y, en vez de canción, me transformo en bulto
pensante en mitad del desierto. Aunque mis esfuerzos por no ser
canción se frustran en parte, porque mi subconsciente se esfuerza en que afloren a mi consciente racional El fin del mundo de LaLaLove You y Dancing on my own de Robyn, que son en realidad la misma canción y yo mismo ahora, al mismo tiempo. Aunque la tercera persona a la que aluden estas letras no son más que él mismo y su monstruo. Yo estaba dispuesto a cuidar del primero y matar al segundo, y seguramente ese fue mi error.
No sé por qué sigo jugando si parece que no voy a ganar nunca. O
sólo durante unas rondas, pero inevitablemente al final acabo
recibiendo un aplauso y el juego del programa. Y vuelta a empezar.
Jurándome no volver a apuntarme a ningún concurso más e ir por
libre. Pero siempre caigo. Ludópata del amor; sería un título
fenomenal para una mala comedia romántica de tarde de domingo en
cualquier canal de televisión por cable.
Mientras discierno si echar otro tronco, porque no quedan ya más que ascuas, o dejo que me devore el frío, y a la vez rehuyo de
convertir esto en una metáfora (otra más), pienso en lo que acaba de ocurrir esta tarde. 'Quizá hay que bajar la marcha, aminorar, y vernos alguna de estas tardes para un cine o dar una vuelta y ya
está'. El miedo a decir claramente la terrorífica expresión quedar como amigos era palpable.
Y he sido coherente, que no fuerte, y he rechazado el aplauso y el juego del programa. No es posible. Es un regalo envenenado, una concesión al esfuerzo, pero el premio queda desierto. Otra burla más a la cara con las gotas de saliva salpicando en cada una de esas tardes de cine o paseo. Una, o dos, o cien, o quinientas de esas tardes en las que él alimentará la fantasía de tener un buen amigo que en un tiempo fue un poco más, pero mira qué bien hemos acabado, mientras que de esta parte, el anhelo constante de volver a las miradas a los ojos, los abrazos, los besos, las caricias y, en fin, a la intimidad compartida de antes, no iban a hacer más que hundir la mano en el pecho. ¿Qué es esto? ¿Tu corazón? Vaya pinta; quién lo iba a decir, con lo maltrecho que está.
No. No quiero, no puedo, quedar alguna tarde de estas para un
cine o un paseo o una exposición, o esperar en soledad pero
acompañado a que pase algún cometa o baje un platillo volante (otra canción). Mi mente es una lista de reproducción de lo más
traicionera, y esta no puedo apagarla. Porque, al parecer, el
contrato para participar en el programa incluía una cláusula de 'a lo mejor'. Puede que, en un futuro, si nos seguimos viendo así, para paseítos y demás, solamente es posible, quizá, quién sabe, pero oye, la posibilidad está ahí, puede volver a surgir algo. Es a lo que la productora te engancha para evadir el miedo a la derrota. Puede que, si sigues esperando en la puerta del plató, en algún momento, no es seguro pero oye quién sabe, salga alguien de producción a meterte de nuevo en el juego. Y esa vez, quizá ganes.
Mientras tanto, se te otorga el premio de consolación: un aplauso y el juego del programa.
Inasumible, cuando esperar en la puerta del plató a que quizá
pase pronto el Cometa Halley agranda unas grietas en el corazón que alguien ya ha sacado del pecho, y que ya parece que en cualquier momento harán colapsar la estructura, arrastrando a la mente con él. Por eso decido, bajo multa, sin saber a cuánto asciende, romper el contrato, rechazar el premio de consolación, y marcharme del polígono donde se encuentra el plató ante cuya puerta debería esperar la improbable venida de El Mesías.
Pero puede que ni eso me sirva; irme de nuevo a jugar solo (fuera de mi casa, ya no eres mi amigo, otra vez la lista de reproducción), porque saben dónde vivo y cómo contactar. Si quieren que juegue, conocen mis puntos débiles, y volverán a insistir. Para que otro vuelva a entretenerse conmigo hasta que se canse, y me vuelvan a ofrecer un aplauso y el juego del programa.
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